Nada tiene ella contra la pintura impresionista, a pesar de que prefiere motivos astrológicos para sus paredes, pero aquel desconocido con los pelos color zanahoria y ojos despavoridos fue una desilusión. Se arrepintió apenas lo vio. En fin, ya estaba allí y no era cosa de cerrarle la puerta en las narices por cuestión de una oreja más o menos. Mi amiga no estaba en condiciones de ponerse quisquillosa por menudencias, pero ese hombrecillo era peor de lo imaginado en sus solitarias pesadillas.
Había planeado luz de velas y unas lentas sambas del Brasil, pero no quiso provocar iniciativas indeseables en su huésped, de modo que encendió todas las luces y colocó una de sus composiciones musicales de zumbido de viento y aullidos de coyotes, que tienden a producir un letargo hipnótico. Se saltó la copa de vino preliminar y otras cortesías de rigor y lo condujo directamente a la cocina, dispuesta a preparar unos tallarines de última hora, alimentarlo a toda prisa y despedirlo antes de servir el postre. El hombre la siguió manso, sin dar muestras de desencanto, como quien está acostumbrado a recibir un trato más bien brusco, pero una vez en la cocina algo cambió en su actitud, respiró hondo, inflando el pecho, se le enderezó el esqueleto y sus ojillos de liebre recorrieron todo, tomando posesión del terreno, conquistándolo.
Permítame, dijo, y sin darle oportunidad a Hannah de contradecirlo, le quitó suavemente el delantal de las manos, se lo amarró en la propia cintura y la instaló a ella en una silla. Veremos qué hay por aquí, anunció, mientras rescataba de la nevera los ingredientes que ella había decidido guardar para el día siguiente y otros en los que no había pensado. Van Gogh echó mano de ollas y sartenes como si hubiera nacido entre esas cuatro paredes. Con gracia y destreza inesperada hizo bailar los cuchillos partiendo verduras y mariscos para dorarlos con mano liviana en aceite de oliva, lanzó los tallarines al agua hirviendo y preparó en un abrir y cerrar de ojos una salsa traslúcida de cilantro y limón, mientras le contaba a mi amiga sus aventuras en Centroamérica.
En pocos minutos aquel hombrecillo patético se transformó: sus pelos de payaso adquirieron la fuerza viril de una melena de león y su aire de náufrago se convirtió en serena concentración, mezcla irresistible para una mujer como Hannah. El aroma que surgía de la sartén y el borboriteo de la olla empezaron a producir en ella una creciente anticipación, sintió que le corrían gotas de sudor por la espalda, empapándole la blusa, que se le humedecían los muslos y se le hacía agua la boca, al tiempo que descubría, sorprendida, las manos elegantes y las espaldas anchas de aquel hombre.
Permítame, dijo, y sin darle oportunidad a Hannah de contradecirlo, le quitó suavemente el delantal de las manos, se lo amarró en la propia cintura y la instaló a ella en una silla. Veremos qué hay por aquí, anunció, mientras rescataba de la nevera los ingredientes que ella había decidido guardar para el día siguiente y otros en los que no había pensado. Van Gogh echó mano de ollas y sartenes como si hubiera nacido entre esas cuatro paredes. Con gracia y destreza inesperada hizo bailar los cuchillos partiendo verduras y mariscos para dorarlos con mano liviana en aceite de oliva, lanzó los tallarines al agua hirviendo y preparó en un abrir y cerrar de ojos una salsa traslúcida de cilantro y limón, mientras le contaba a mi amiga sus aventuras en Centroamérica.
En pocos minutos aquel hombrecillo patético se transformó: sus pelos de payaso adquirieron la fuerza viril de una melena de león y su aire de náufrago se convirtió en serena concentración, mezcla irresistible para una mujer como Hannah. El aroma que surgía de la sartén y el borboriteo de la olla empezaron a producir en ella una creciente anticipación, sintió que le corrían gotas de sudor por la espalda, empapándole la blusa, que se le humedecían los muslos y se le hacía agua la boca, al tiempo que descubría, sorprendida, las manos elegantes y las espaldas anchas de aquel hombre.